8.01.2009

lil-laylat

Podíamos cargar con todo menos con los muros.
Había ciertos vientos, dunas, que eran nuestros palacios.
En las noches fuegos improvisados
iban quemando las historias, los poemas, los cantos.
De vuelta a las ciudades mirábamos azorados las paredes.
Tantas letras grabadas en la piedra, inmóviles, eternas.
Quisimos, a veces, tener también marmoles, rocas para nuestra memoria.
Nuestro Skeikh, en cambio, las robaba.
De cada mezquita, de cada palacio, de cada fuente de abluciones.
Sacaba una piel de cabra, un bambu con la punta afilada por su espada, tinta:
nunca copió frases enteras, aún hoy nuestra tribu ignora El Libro,
tomaba letras, una por una, lentamente
como las brisas que forman montañas con granos de arena.
Aquella noche, recuerdo, en un caravansarai,
tomo el nombre de la noche, Al Laylat, del arco de una puerta.
Su mano no parecía entonces la que empuñaba la espada con fiereza,
volaba como una garza sobre un espejo de agua.
Alargó ciertas lineas, acortó otras,
dobló hacia acá un remate, cambió de lugar un punto...
La Noche entonces se volvió una silueta de mujer,
había perdido la última consonante al tropezarse con un cojín de lana,
Era Layla, la amada, y cada noche llegaba con nosotros a cualquier posada
cualquier palacio, cualquier oasis...
Indistintamente el Skeikh se refería a ella como
su sombra,
su sueño
o
su dueña.

No comments:

Post a Comment